Estallido social que llevó a la concentración de más de un millón de personas en una céntrica avenida de Santiago de Chile. Foto: futuro.cl

El golpe de estado de 1973 al presidente Salvador Allende no solo frustró profundos anhelos del pueblo chileno, sino que abrió las puertas a un conjunto de reformas en materia económica y política que convirtieron al país en una probeta del neoliberalismo. Durante décadas de dictadura y democracia las estructuras neoliberales se profundizaron, la privatización y deshumanización del aparato estatal creció y la desigualdad se acentuó entre todos los estratos de esa sociedad.

El paso a la democracia en 1990 dejó intactas muchas de las viejas relaciones de poder de la dictadura. La economía del país siguió en manos de las mismas élites locales e intereses transnacionales. El cambio fue, entonces, puramente cosmético, dejando intacto las estructuras del Estado profundo que creó y alimentó la dictadura.

El neoliberalismo privatizó sectores y servicios claves y fomentó conscientemente una conciencia totalmente individualista, donde el sujeto se desentiende de la suerte del resto de la sociedad. La prosperidad evidente en el florecimiento de los comercios y la urbanización moderna y creciente de las principales ciudades, sirvió como fachada para ocultar las profundas carencias e iniquidades que se han seguido profundizando con los años y se agravan por la falta de políticas públicas coherentes para darle respuesta.

La violencia como cultura dentro de las fuerzas armadas siguió intacta. La vieja lógica del enemigo al que hay que destruir para preservar el orden y la estabilidad del comercio. El derecho a venderlo todo, incluso los derechos, incluso la salud y la educación. El buen orden de la oligarquía debe continuar y el enemigo debe ser reprimido y aniquilado, con toda la fuerza que sea necesaria.

No es de extrañar entonces que estos acumulados generen corrientes subterráneas de descontento que emergen ruidosamente en momentos de agudización de las contradicciones sociales. Así ocurrió en 2019, cuando una pequeña subida económica (30 pesos en el costo del pasaje del Metro), generó una profunda ola de descontento y estallido social que llevó a la concentración de más de un millón de personas en una céntrica avenida de Santiago de Chile.

Sobre la realidad de este último estallido social en Chile y sus protagonistas trata el documental Mi país imaginario (2022) del director Patricio Guzmán, veterano cronista de la historia reciente de Chile, desde su emblemática serie de documentales La batalla de Chile (1975). El documental, recientemente estrenado en Cuba en el 43 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, recorre con pulso firme y experimentado, mediante formidables imágenes y testimonios exclusivamente femeninos, la realidad del último estallido social en el país sudamericano hasta el momento en que se da el triunfo electoral de Gabriel Boric.

El optimismo de futuro con que cierra el material, contrasta con el reflujo relativo que implica la derrota de la nueva Constitución en septiembre de 2022 y las insuficiencias del gobierno de Boric, que han llevado a que no esté a la altura de las profundas expectativas sociales de cambio que encarnó. A pesar de esto, el material es un interesante testimonio de una etapa reciente.

La fotografía y la selección de los testimonios son sin dudas uno de los aciertos fundamentales, sin embargo falta profundidad a la hora de explicar y entender un proceso tan complejo como las protestas de 2019. No quedan cabalmente expuestas las estructuras de desigualdad que impulsaron a millones de chilenos a salir a las calles, a enfrentar la brutalidad de los carabineros. A dejar cientos de ojos, decenas de vidas, por defender su derecho a un país mejor.

Aunque no era una movilización partidista ni con fines políticos del todo claros, si había reclamos conscientes. Reclamos que iban desde reivindicaciones de la situación material más inmediata, hasta cuestionamientos al orden económico-social vigente y el consiguiente reclamo de cambiarlo. Las luchas feministas tuvieron un importante rol en las protestas. Todo este descontento social se canalizó en el consenso en torno a una nueva Constitución, que superara la vieja Constitución, aún vigente, heredada de la dictadura.

Esos jóvenes son parte de una generación que ha ido madurando en las luchas. El estudiantado chileno lleva años batallando por sus derechos más elementales, al igual que importantes sectores de la clase obrera. Estas luchas han madurado la conciencia de toda una generación y la brutalidad de la policía en los sucesivos gobiernos ha sedimentado la comprensión de que hay algo mal en el Estado profundo que hay que modificar.

La convención constituyente fue una victoria popular en toda la línea y, al mismo tiempo, fue una herramienta que acabó actuando al servicio de las clases dominantes, pues canalizó en un proceso formal y legal una protesta popular que tenía profundas implicaciones subversivas para el orden vigente. Sin restarle un ápice al mérito inmenso de este proceso democrático, la nueva Constitución por sí sola no modificará la realidad ni los poderes establecidos. Puede acabar siendo, en caso de aprobarse eventualmente, una forma de cambiarlo todo para que no cambie nada. Amén de que, sin dudas, una Carta Magna más inclusiva implica un adelanto formal para amplios sectores de la sociedad chilena que necesitan ser reconocidos, legitimados y visibilizados.

Además, el proceso de negociación que implica la nueva Constitución, que ya vivió un primer revés en septiembre del 2022, puede implicar importantes concesiones en aras de lograr la necesaria mayoría, lo cual no solo puede desvirtuar el espíritu inicial de las protestas, sino que además son profundamente desmovilizadores, porque la efervescencia de las fuerzas vivas es sustituida por el no tan claro y dinámico proceso de negociación política, por la barahúnda de los grandes medios corporativos y su estrategia permanente de desinformación y confusión, por los propios errores de procedimiento cometidos durante el proceso y magnificados por estos mismos medios. Todo esto embota la capacidad de importantes sectores para ver más allá de las cortinas de humo. Y las mismas fuerzas que votaron a favor de una nueva Constitución,son las que luego acaban votando en contra de un proyecto concreto por prejuicios a veces infundados.

Por su propia experiencia vital, Guzmán hace dialogar la realidad chilena contemporánea con el pasado, sobre todo con las esperanzas que despertó el gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende y que abortaron los militares. Quizás lo más cuestionable del documental, sea el cierre del material con un discurso de Boric donde este es homologado un tanto con la inmensa figura de Allende, algo que la práctica política del actual presidente se ha encargado de desmentir.

Lo que si queda claro luego de ver el material, es que hay un Chile revolucionario que está harto del Chile neoliberal y oligárquico. Un Chile hastiado del desprecio por la vida de las fuerzas del orden y el modelo económico. Un Chile que es heredero de esa época de esperanzas que se abrió tras el triunfo de Allende y al cual la represión violenta de los años de dictadura no logró ahogar y las insuficiencias de la democracia posterior no ha logrado llenar. Un Chile que en su estallido no está exento de excesos, por la propia pluralidad de las fuerzas que lo conforman, pero cuya esencia es diáfana y llena de futuro.

Ese Chile revolucionario, que se renueva generación tras generación y que ha medido sus fuerzas formidables en la lucha, es fuente de profundas expectativas y anhelos. Alcanzará su plena dimensión cuando se asiente y se extienda plenamente la concepción clara de que superar la injusticia reinante solo es posible superando el modelo económico que genera esa injusticia y las clases políticas que lo sustentan.

Tiene razón Guzmán al mirar este proceso de revuelta popular con esperanza. El pueblo chileno, lo más bello del corazón de Chile, ha despertado y cuando los pueblos despiertan y salen a las calles a luchar por sus derechos, se produce inevitablemente la maravilla.