Hace solo unos días supimos de una importante reunión que iba a tener lugar en una sala de convenciones que radica en una localidad con muchos problemas materiales y organizativos acumulados.

A la cita asistirían altos dirigentes del territorio y del país, por lo que las autoridades municipales se dieron a la tarea de embellecer apresuradamente el entorno y las vías de acceso al lugar, solo en los tramos visibles para quienes llegarían de visita.

Dos o tres horas antes del inicio de la mencionada reunión, aún había una brigada que pintaba hasta los contenes de las aceras cercanos, como si cuidar las apariencias ante los asistentes al cónclave fuera la más trascendente de las misiones.

Como también cada día existen más personas que rechazan este tipo de argucias para adulterar la realidad, en esta oportunidad ese proceder se conoció oportunamente por quien correspondía, y en el acto ello les valió a sus promotores una dura crítica.

Porque cualquiera pudiera creer que prácticas como estas, tan severamente censuradas desde tiempos inmemoriales, ya serían cosas del pasado. Que solo funcionarían como material para parodias y programas humorísticos. Pero no. Todavía suceden hechos como este, por una inercia cómplice y muy dañina en el modo de actuar de determinadas instancias administrativas.

¿Qué se gana con armar ese tipo de teatro? ¿A quién y para qué se quiere disfrazar nuestras verdades desnudas? ¿Cuáles son los estados de opinión que generan esas acciones de maquillaje superfluo y poco ético?

Cuando se trata de disimular los problemas o preparar un escenario irreal ante los ojos de otros niveles de dirección, el principal perjuicio es para la credibilidad de nuestros dirigentes y de la Revolución.

Quienes primero comentan, con toda razón, son los trabajadores y directivos que se ven obligados a cumplir la orden de acometer tales maratones cosméticos, con recursos de que no disponen habitualmente.

También tarde o temprano la población que vive en esos sitios se percata. Se generaliza así en un poco tiempo un funesto estado de opinión: “pintaron y arreglaron esta o aquella parte porque venía fulano o mengano, pero lo demás sigue igual”, enseguida critica justamente la ciudadanía.

Arreglos acometidos.

Pero lo peor es cuando las personas responsables de tales métodos no se percatan ni aceptan el daño que esto hace, sobre todo para el prestigio y la autoridad moral de a quienes supuestamente se pretende agradar.

Los autores de esas conductas, a veces sin mala intención, acuden a justificaciones y devaneos para explicar su lógica: “cuando alguien viene a la casa, siempre se trata de mostrar lo mejor”, suelen decir.

Pues no es lo mismo, sépanlo de una vez. Poco o nada tiene que ver la hospitalidad con esa manera superficial y oportunista de emplear los recursos de un territorio.

Porque no estamos hablando de barrios que se transforman para bien, y por resultados palpables y profundos, sistemáticos y duraderos, el trabajo realizado resulta reconocido en toda la comunidad. En esos casos, es completamente válido que después de un cambio favorable y sólido se reciba, con orgullo y entusiasmo por parte de sus pobladores, algún recorrido de dirigentes nacionales, como un auténtico y necesario estímulo por esa labor.

No es a eso a lo que nos referimos. Hablamos de comunidades donde a unas pocas cuadras de la porción embellecida a toda prisa antes de una reunión, para intentar impresionar a alguien, hay abandono, serias dificultades en infraestructuras vitales y otras muchas deudas materiales, en ocasiones comprensibles por las difíciles circunstancias económicas que vive el país, pero otras veces imposibles de justificar.

Contra esos vicios y disimulos que traen más daños que beneficios, no nos podemos cansar de luchar. Se trata de persuadir, pero también es preciso exigir y no tolerar tales artimañas. En nuestros barrios hacen falta cirugías profundas, no maquillajes.

(Tomado de Trabajadores)