Los más jóvenes solemos negarnos a creer que hay elementos circunstanciales en una amistad. Un poco intoxicados por la propaganda hollywoodense, nos cuesta trabajo desprendernos de ese mito romántico que, como con el amor, vende la idea de eternidad. Los amigos son para siempre, pensamos, las amistades nunca mueren.

La vida real es muy diferente. Como todo en este mundo, la amistad nace y muere; y muchas veces somos amigos de alguien solo en determinado espacio, en determinado tiempo.

Están los amigos que tuvimos en la escuela y que, una vez graduados, nunca más volvimos a ver.

Las redes digitales suelen darnos unos vistazos fugaces a su devenir: aquella que ya no vive en Cuba, aquel que tuvo par de hijos

… Amigos de juventud, con los que compartíamos intereses y temas de conversación, que luego, con la inexorable madurez, se nos fueron convirtiendo en extraños. Gente que uno se encuentra por la calle, con la que uno solía conversar largo rato, y que ahora solo inspira silencios incómodos.

El diccionario conceptualiza a la amistad como una relación de afecto, simpatía y confianza que se establece entre personas que no son familia. Hay diferentes grados: amigos viejos, que no se ven a menudo, pero que se guardan cariño en la distancia; amigos con los que se comparte en una fiesta, pero que en el fondo sabemos no seguirán siendo amigos si la música para; amigos que, en cambio, solo aparecen cuando hacen falta, cuando es necesario su apoyo, sin pedir nada a cambio.

La vida adulta le impone al individuo ciertas decisiones. Solo los niños y los cretinos eluden la responsabilidad de tomar una postura, de defender un conjunto de ideas, de luchar por lo que se cree. La política, como campo de conflicto que es, marca entre las personas profundas diferencias.

Y se van dividiendo hombres y mujeres en distintos bandos, bajo distintas banderas. La idea romántica y hollywoodense insiste en la noción de que la amistad está por encima de cualquier credo político pero, una vez más, la realidad disiente. Se pierden amistades muchas veces cuando las diferencias políticas se tornan antagónica e irreconciliables.

Ciertamente hay amistades que sobreviven a esa discrepancia. Suelen existir amigos que han firmado una suerte de “pacto de no agresión” y declaran a la discusión política como zona vedada. La amistad se convierte en una suerte de burbuja frágil que trata de sobrevivir en medio de un intercambio que suele ser muy hostil.

Para que esa amistad en forma de tregua indeterminada no muera, tienen que darse dos elementos: la buena fe y la decencia. Es lógico que hay posturas que no son ni una cosa ni la otra y que, por mucho que lo intentemos, terminarán por provocar el fenecimiento de nuestros afectos personales.

Todos hemos perdido amigos. Van cayendo poco a poco en el olvido o se vician hasta convertirse en nuestros más enconados detractores. La honestidad es importante: hay amigos que no piensan igual que uno y así te lo hacen saber, sin odio o condescendencia, desde el respeto auténtico que solo puede nacer de la mutua admiración, de la verdadera empatía. Y los hay que insisten en llamarse amigos y hablan por detrás, o buscan hacer daño, o solo usan la historia en común como arma. Esos no son amigos, son ratas. Y abundan.

Sí, hay amistades que mueren, o que se trastocan con el tiempo. Pero si nocivo es idealizar a la amistad, también lo es convertirse en rehén del pesimismo. Hay amigos que sí son para toda la vida, generalmente aquellos cuyo vínculo se forjó en la lucha, aquellos que además de amigos, son aliados, compañeros: amigos que no solo se identifican con quiénes somos sino que comparten un mismo sistema de valores, que miran en nuestra misma dirección. Esas amistades solo se pierden cuando dejamos de ser fieles a nosotros mismos.

(Tomado de Granma)